Por Carina Duré (*)
La violencia contra niñas, niños y adolescentes es una vulneración de derechos. No se trata de un fenómeno aislado ni reciente, sino de un fenómeno complejo y multidimensional que representa un problema social de salud pública y derechos humanos de gran magnitud.
La violencia es una forma de ejercicio del poder mediante el empleo de la fuerza, ya sea física, psicológica, económica o sexual, entre otras. Se trata de una acción que implica la existencia de una desigualdad de poder entre quien ejerce la violencia y quien no puede defenderse.
Las violencias implican prácticas, relaciones y discursos que buscan dominar y someter a las niñas, niños y adolescentes aprovechándose de su vulnerabilidad por edad, dependencia de las personas adultas y fuerza física.
A pesar de su magnitud, la violencia contra las niñas y niños suele permanecer oculta o sin ser reportada de manera efectiva a las instituciones y organismos encargados de prevenir y proteger sus derechos. Ello es así porque la violencia se encuentra en gran medida naturalizada y aún prevalecen obstáculos para hacerla visible, que se relacionan con el desconocimiento, miedo, sometimiento o sentimientos de culpa por parte de las propias víctimas y/o sus entornos, quienes no logran pedir ayuda o denunciar ante las autoridades correspondientes.
En cualquiera de sus formas, la violencia tiene impacto negativo sobre el desarrollo de las niñas, niños y adolescentes y constituye una violación a sus derechos humanos. Perjudica su salud psíquica y física, afecta su potencial y debilita su autoestima. El daño depende del tiempo de exposición, de la severidad de la misma, del vínculo con quien agrede y de la posibilidad de recibir ayuda.
La infancia es un momento en la vida en la que se vivencian experiencias fundantes de la subjetividad. En ese transitar se necesita de personas adultas sensibles y empáticas que puedan ejercer las funciones de crianza desde una asimetría que garantice las tareas de cuidado.
Una responsabilidad social
El cuidado en general, y específicamente en la niñez, es una responsabilidad social que no sólo pertenece al ámbito familiar. Es imprescindible un tejido social para que las niñeces puedan crecer y desarrollarse en entornos saludables, garantizando el ejercicio de los derechos de niños y niñas y de personas adultas que se ocupan de su cuidado.
El ser humano, por su estado de prematuración y desvalimiento, necesita del auxilio de otras personas para la subsistencia. El proceso de constitución subjetiva se produce a partir de las funciones de amparo y sostén y de pautación con la transmisión del legado cultural y las normas que regulan la vida con otros y otras.
Debido a que hay una persona adulta que se identifica y atiende las necesidades del niño o niña es que puede haber un principio de humanización.
La capacidad de responder con afecto, disponibilidad y paciencia a las urgencias del bebé matiza, suaviza y acota las tendencias a la descarga pulsional, pone borde a los desbordes y organiza el psiquismo.
La crianza severa, los castigos físicos, las negligencias, abandonos y todas las violencias perjudican la salud mental infantil.
En un país con índices altísimos de maltrato y violencias es urgente construir de manera colectiva estrategias que promuevan prácticas de cuidado y de confianza, en promoción de crianzas libres de violencia y respetuosas, base fundamental en la construcción de subjetividades.
Las niñas y los niños tienen derecho a ser escuchados, a que se respeten sus tiempos, a fantasear, a estar tristes, a estar enojados, a expresar lo que sienten, piensan y desean, al cuidado y a la protección física y emocional. Las personas adultas tenemos la obligación de acompañar, contener, cuidar, limitar, criar, guiar, educar, escuchar y respetarles en sus procesos y en sus conflictos.
(*) Psicóloga, MP 4751. Docente del Profesorado en Educación Especial con Orientación en Discapacidad Intelectual, ESCBA.
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